martes, 10 de marzo de 2009

CARDIOMIOPATÍA DE TAKOTSUBO

Esta mañana mientras desayunaba me puse a leer una revista estadounidense que tenía encima de la mesa. La hojeé hasta que me detuve en una noticia médica de divulgación que rodeaba una impactante imagen de un chaval joven y aparentemente sano conectado a todo tipo de máquinas (alguna de las cuales empiezan a serme ciertamente familiares). Uno se preguntaba qué podía pasarle a aquel sano espécimen y el artículo no tenía subtítulo alguno que acotase un título poco más que mudo: CARDIOMIOPATÍA DE TAKOTSUBO.
Leí la noticia una primera vez, poco dispuesto a prestarle la atención que luego me reclamaría. Por lo que parecía, el caso había estado incluido en una trama médico-detectivesca, más propia de un capítulo de House que de la vida real. Los médicos, extrañados por el raro cuadro del joven, ni siquiera habían podido idear una solución cuando la cura sobrevino de forma espontánea.
El chaval se había desmayado en el Campus de su Universidad. Sus compañeros habían llamado a la ambulancia. En cuanto los profesionales llegaron al lugar de autos, comprobaron que aquel desmayo era poco de esos típicos episodios para poner las piernas en alto al enfermo y sentirse un héroe mientras llegan los del 112, poco de esos chismes de vecindad que relatan la imperturbable actuación de algún conocido ante el desmayo de un transeúnte en la calle comercial. Las constantes vitales del joven estaban más cerca de las de un moribundo: el pulso que midieron los doctores, no sin dificultad, era el de un agonizante.
Las horas que siguieron al inexplicable suceso fueron muy angustiosas. La familia se presentó en el hospital. Los médicos continuaban muy desorientados: el paciente parecía no poder morir, pero permanecía en una situación de urgencia que tuvo a todos al borde de sus capacidades psíquicas durante varias horas.
Entonces, como en los finales del cine negro, los acontecimientos se sucedieron rápidamente. Los médicos más jóvenes empezaron a sospechar que se trataba de un asunto de drogas. No coincidía mucho con el perfil del paciente, pero antes de que los análisis llegasen, uno de los residentes observó una extraña marca en la cara interna del muslo izquierdo del paciente: un tatuaje casero, por lo tosco, y se trataba de una palabra. Aunque los padres se mostraron desconcertados, un amigo preocupado había pasado por el hospital y cuando vio aquella palabra sin significado todo comenzó a cobrar sentido. Resultó que aquel vocablo demoníaco era la clave del ordenador del joven.
Los padres no quisieron separarse de la cabecera de la cama de su hijo, pero dejaron que el amigo fuese a casa y comprobase la información en el portátil con uno de los residentes. Buscaron archivos durante casi una hora hasta que encontraron entre los recientemente abiertos, uno en el que el moribundo relataba sus vivencias minuciosamente en un extenso diario.
Todo estaba ya solucionado. De todas formas, cuando Sherlock y Mr. Watson llegaron al hospital el joven había comenzado a abrir los ojos. El caso se hizo público rápidamente, y también las vergonzantes circunstancias de aquel extraño choque.
Una historia de desengaños amorosos había precedido el sorprende acontecimiento. En aquellas páginas de ceros y unos el joven había relatado sus inconfesados sentimientos por una compañera de facultad. Las circunstancias les habían llevado a coincidir varias veces en los últimos días, lo que inicialmente había acrecentado las buenas esperanzas del joven. Después de una increíble borrachera salió a la luz la razón por la que aquella chica nunca podría quererle, y él, celoso aún del secreto, sintió como le arrancaban el corazón de cuajo.
Durante los días siguientes empezó a notar cansancio, una pena intensa que le permitía a duras penar levantarse de la cama y le obligaba a estar encorvado. Más adelante llegaron los hormigueos en las extremidades, que se intensificaban cuando los protagonistas se encontraban cara a cara.
La mañana que ocurrió todo, ella le había visto llegando a clase y aceleró un poco el paso para alcanzarle. Cuando llego hasta él le puso una mano en el hombro; él se giró bruscamente y sufrió tal conmoción que empezó a notar cómo su corazón ya no podía bombear más y faltaba el aire, según cuenta él mismo más tarde. Unos segundos bastaron para que se produjese el shock.
En las semanas precedentes nadie había notado nada. El chaval era un tío sonriente, siempre dispuesto a bromear y con muy buen carácter, según cuentan sus compañeros de clase.
Las pruebas morfofuncionales con isótopos radiactivos comprobaron que el corazón estaba uniformemente sano y sólo se observaba un recuperable debilitamiento del miocardio. La semana siguiente al desmayo, el joven se reponía sin problemas. Los médicos, fascinados por el caso, le sometían a todo tipo de pruebas, aunque según él mismo decía, la prueba más dura iba a ser asimilar aquella irrupción tan violenta en su oculta biografía, en aquellos relatos que contenían sus pensamientos más prohibidos detallados hasta la más pequeña partícula, y sobre todo, superar la vergüenza de que hubiese salido a la luz todo aquello debido a la enorme repercusión médica, pero sobre todo mediática, que había tenido el caso.

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