domingo, 21 de febrero de 2010

La nueva ley de residuos

Mandarina. Solía llamarte mandarina. El día de tu funeral estaba sentado en la cuarta fila. Tu marido no sabía que éramos amigos, ni mucho menos que dos de sus hijos eran míos.
Tardaron cinco años en esparcir tus cenizas. Ya sabes. La nueva ley de residuos. Y por el camino terminaste un par de veces siendo el glacé de las empiñonadas y aliñaste, por error, la ensalada, en el bautizo de nuestro primer nieto.
Pasaste tres veces por la red de alcantarillado y una por el motor de un coche ecológico.
Al final de la cadena, reducida a ese 99% de energía no aprovechable (o a su equivalente en materia) descansaste en la escombrera.

Solías reprocharme mi falta de puntualidad.
El día que te fuiste planté un esqueje de tu pelo, y lo regaba cada mañana como prueba de fidelidad. Pero aquel mechón de tu cabello crecía y crecía, enredándose por las paredes… Creció sobre la vitrocerámica, en el interior de las cerraduras, alrededor de mi cuello en las noches más frías…y yo no sabía ya qué hacer.
Aguanté veinte años. Cansado, un día, corté un brote y me ahorqué del ventilador al ritmo del merengue que sonaba la primera vez que te vi en Antigua. Aquel día yo cumplía 104.
Sí, era muy impuntual. Me encerraron en la tumba y las horas esculpidas de piedra aguardaron mi tránsito, como si la cripta hubiese envasado mis huesos al vacío del tiempo. La nueva ley de residuos me liberó de aquella excepción a golpe de pico y llevó mis restos al Departamento de Anatomía. Allí estaba sometido al imperio de los besos de las yemas de los dedos de las lombrices de tres falanges, que me limaban la superficie en fast forward.

Desde que aprobaron la nueva ley de residuos habían estado ocurriendo cosas extrañas en la escombrera. Una escombrera de alta seguridad, decían, podría ser un cementerio nuclear extraordinario. Y no paraban de llegar camiones blancos cargados de barriles verdes y de técnicos de amarillo.

Había cierto magnetismo en ello. Había cierto magnetismo en la lenta procesión de mis astillas encendidas en la noche de la escombrera, dirigiéndose como luciérnagas al encuentro de tus restos. Una detrás de otra, recorrieron el camino de los salmones al atardecer, sin que ni tú ni yo supiéramos si era el de ida o el de vuelta.
Y a la mañana siguiente un naranjo había crecido en la soledad del cementerio nuclear, que daba flores de azahar parlantes, y naranjas en racimos, como las uvas, como las yemas de los huevos en el útero de las gallinas; algunas del tamaño de sandías, otras como pequeñas pelotas de ping-pong.
Periodistas y curiosos, ataviados con el traje de seguridad nuclear homologado, llegaron a la escombrera; y helicópteros y autobuses de dos pisos y profetas modernos…
Entonces, ante los ojos de la multitud, aquellas naranjas desproporcionadas empezaron a llover de la copa del enorme árbol rebotando contra las jeringuillas y los condones usados, contra las botellas rotas y las raspas de pescado.
En la escombrera se hizo el silencio. Al tocar el suelo las naranjas contraían su superficie en un silbido agudo, eyectando el perfume de sus cáscaras que reventaban de placer. Y desgarradas, alumbraban fetos que se agitaban y gritaban bañados en líquido, como la aspirina efervescente, con la mueca del ácido cítrico sobre los párpados y los labios.
Cientos de personas permanecían en silencio, sin perder ni un solo detalle de las lenguas de los gatos que habían acudido a lamer las cáscaras de naranja. Los fetos prematuros treparon por las piernas de los posmaduros, dejando un reguero de zumo viscoso, hasta los hombros de los que, ya en pie, se desperezaban como cegados por la luz de la vida.
Las aspas se pararon en seco y se hizo el silencio de los micrófonos y los flashes… Atentos… Caminaban hacia la capital en una perfecta fila inglesa, abriendo un pasillo entre la gente del futuro…
Ya sabes. La nueva ley de residuos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Bochorno (VI)

Aquella tarde el cielo se detuvo. En el centro del centro las leyes de la física parecían entrar en un estado de excepción, como si el más audaz de los gusanos fuese a dar aquella tarde un golpe de estado.
Las nubes se arremolinaban como al borde del mundo y cobraban personalidad y forma:cortantes o sofisticadas, lascivas o estériles, mágicas o sólidas... Como en las buenas tomas del cine negro, un aura metálica impedía que los transeúntes se sintiesen intimidados por semejante amenaza. Compraban el periódico, reían en corrillos...era la calma antes de la tormenta. Sólo los cristales de sus gafas se percataban de las nubes desplazandose por el cielo azul...
A las 6 en punto de la tarde, con las campanadas del reloj de la torre, la corriente de agua descendía desde las alturas en una cortina ininterrumpida que cercenaba las alas de los pájaros y consumía todo aquello que había de vivo en el aire. En un alarde de soberbia temporal el chorro de agua había escapado a las agujas de la edad, e impactaba en el centro en el preciso momento en que se había lanzado desde las alturas.
Como animales, los sencillos habitantes de provincias se taparon con sus periódicos, resolvieron sus corrillos, y se lanzaron a sus cálidos agujeros. Allí, atrapado en el punto donde el máximo se hace mayor, donde potencia y acto no gravitan, llegó el chorro a la crucis, entre el cuello, la espalda y los brazos.
Las calles mayores estaban vacías, las avenidas desiertas. Extraordinario, pero de una forma casi imperceptible, la fuerte lluvia iba arrancando los colores de los ojos, al principio, en puntos muy pequeños sobre los adoquines, y después, de los mostradores y las vallas publicitarias...los vivos colores se desprendían como escaras muertas, bullendo en su camino hacia el río.
Cúlpenme si quieren por haber deseado esa sensación de extrema verdad, de ansiada libertad sobre la piel, al desprenderme de mi ropa diluida en el bochorno. La cartera marrón había dejado su impresión sobre la camiseta blanca, los vaqueros pesaban toneladas...mucho menos que una denuncia por escándalo público...pues allá iban ya el cuerpo de policía, las arcas, los bancos de atún, allá iba la Armada Invencible y el Queen Mary con toda su tripulación, a colarse por las trapas rebosantes de la ciudad dorada. Sólo las putas de la calle Pollo resistían el chaparrón con la esperanza de desprenderse de cierta suerte de maquillaje, deseosas de mostrar por primera vez en su vida, sus cuerpos desnudos al mundo.
Poco importaba. Poco importaba para un tipo al que sólo le quedaba la única cosa que la lluvia no puede arrancar. Seguí mis pasos, y de una vez por todas, a cada estación me revelaban el sentido de los raros sucesos que venían ocurriendo desde marzo...
Y en la última trapa de la ciudad, varada sobre sus fauces, un extraño rectángulo de papel: el agua sorteaba sus bordes produciendo un fuerte ruido de caída que arrastraba a las ballenas a la rosa de los vientos... semejante rectángulo... había encontrado el cero de todas esas fuerzas... quieto... nulo... impasible...
Aquel se me revelaba como la solución, el final del enigma, la respuesta a mis días de bochorno...tenía que conseguirlo, y lo más que podía arriesgar era la frígida vida...
Estiré el brazo...lo alcancé en el centro mismo del ciclón ...y cuando lo tuve entre mis manos...cuando lo tuve entre mis manos pude ver que era...tan solo...una carta de la baraja francesa.
FIN