miércoles, 29 de abril de 2009

Saltar

Saltar. Cuando era niño me encantaba saltar.
Recuerdo que me ponía en los escalones de mi casa a ensayar saltos, empezando por el primer escalón, y después el segundo, el tercero, el cuarto...¡Mira mamá! ¡Muy bien, muy bien! La última vez, ¡mira!
Yo no jugaba, ni corría, ni me interesaban los balones como a los otros niños. Sí, a veces excavaba en la tierra del patio, pero principalmente me gustaba saltar.
Una vez salté desde lo alto de un armazón de hierro que había en el colegio. No me daba miedo. Casi podía volar.
Algunos niños intentaron convencerme de que si no sabía manejar un balón de fútbol, nunca sería nada en la vida. Tenían razón. Pero yo sólo sabía saltar y saltar y saltar más alto.
Cuando llegó la adolescencia, los críticos del patio minaron mi vocación día a día. ¿Quién es ese? Bahh, el chico solo que salta.
Y yo dejé de saltar.

Pero hace unos años, parece que he recuperado esta bonita y honrada vocación. Empecé dando pequeños saltos. En el Hollywood Palladium decidí que tenía que estar en la zona VIP: controlando las atentas miradas del guardia de seguridad, conseguí establecer un patrón de atención y justo cuando apartó la vista, salté la tapia del teatro. Mike, que me esperaba abajo, me dijo: oh, saltaste! For sure, Mike, for sure.
Una vez, salté desde el cuarto piso de mi casa al primero, y me quedé allí para siempre.
Otra vez, experimenté el placer de saltar suspendido de una cuerda, lo que llaman puenting. Había gente esperando ver mi reacción más o menos a la altura del suelo. Al primer bote de la cuerda grité, quizá para satisfacer las expectativas de los que me observaban.
En cuanto me sentí a solas con el viento, disfrute de la caída acariciando toda la superficie de mi cuerpo, de los ojos casi cerrados por la resistencia del aire, de los miembros separándose de mi tronco, y de esa sumisión a la voluntad de la gravedad sabiendo que ella también es tuya al hacerte caer...y todo ello sin decir una palabra o lanzar un solo suspiro, con los labios sellados; nunca mejor dicho, herméticos.
Los que se quedaron a ver el segundo bote, pensaron que era la persona más fría que nunca habían conocido. A partir de entonces dejé de realizar mis saltos en público, para no tener que provocar la ovación de nadie.
Hace poco más de un mes he dado un salto mucho más grande. Mi lema es que no es salto si no supera en altura al salto anterior (altius). Y lo hice. En un momento. Solo. Mudo, como son los buenos saltos.
Después me metí en la bañera y suspiré y hable y lloré, lloré mucho. No estaba triste ni contento. Era un salto.
Lo que ocurre es, que no puedo explicarle a mi amigo Juan que quizá no vaya a tirarme con él de un avión, aunque ya tenga preparado el aeródromo. Lo que ocurre es, que si no supera en altura al salto anterior, entonces...entonces no sería un salto. Y aquel salto ha sido el más grande que yo he podido dar, al menos antes del definitivo, o de que encuentre una forma de salto que supere al anterior.

jueves, 23 de abril de 2009

Start

When I think of all the things I've done,
and all the times I let myself go,
I just can think of one word
on the edge of this dangerous world:

START
¿are you waiting to die?

miércoles, 15 de abril de 2009

Adiós

Vas a ser
cada pedazo de rutina que me obligue consagrarte
con el nombre ya completo
de dos fechas unidas por un guión.

miércoles, 1 de abril de 2009

Mañana

Ha venido a visitarme hace unos días un augurio. Suave, casi pueril, me ha susurrado al oído que se acerca el fin. Alojado en nuestra particular sintonía, ha permanecido unos días, y después se ha marchado dejándolo todo dispuesto.
La hora ha llegado, la tierra clama por tu sangre azul y esa arena de tus padres, llena de gusanos, espera hambrienta los restos de un siglo pesado como dos cruces. Las nubes se ciernen sobre ti, aletean como buitres y retumban con sus trompetas y sus voces celestiales.
He de encontrar la lucidez en los rayos de un Sol oculto para recoger las agitadas revelaciones y memorias que se evaporan en las madrugadas de niebla; ahora recuerdo…

Superviviente de una familia de 6 hermanos, creciste en la inocencia de una tierra atroz, sórdida, que se esforzaba por mantener unos valores campesinos. La niña de sus padres, una joven morena de ojos negros, sencilla y la vez caprichosa.
La juventud fue demasiado corta para ti como para la mayoría de tus amigas. Apenas tenías mi edad cuando mi abuelo ya le escribía cartas a tu padre para pedirle tu mano. Y yo sé que no te molestaba la idea en absoluto. Eras demasiado inocente y no conocías el amor. Tus padres nunca te habían dado un beso, ni te habían dicho que te querían. Así eran las cosas entonces.
Después de la victoria de la CEDA en las elecciones en las que tú votaste por primera vez, te casaste en una opulenta boda que retrató aquel fotógrafo del que siempre hablabas. Días después, estallaba la Guerra Civil, y mientras tú empezaste a ver que aquel matrimonio no iba a ser lo que esperabas.
Nunca olvidaste la tiranía con la que te trataron tu marido y su madre, aunque pronto te hiciste con una de tus armas más características: maquillar el pasado. De alguna forma sabías que irías enviando a la tumba a todos sus protagonistas. Aprendiste a mentir, a salirte siempre con la tuya, a ocultar e intrigar a tu modo. Aquello mantuvo a la familia unida contra todas sus fricciones, que tarde o temprano, estallarían al romperse el dique con que de joven las habías contenido. Era tu forma de sobrevivir.
En 1938, esos ojos azules, jóvenes e ingenuos fueron hechos añicos a balazos. Cuando llegó el mensaje de la muerte de tu hermano a aquellas tierras destrozó la vida de tus padres y la tuya para siempre, y tú hubieses preferido la muerte de tu marido, eximido del campo de batalla, a la de aquel joven y querido hermano. En aquel momento, el fanatismo religioso se apoderó de tu vida definitivamente, si no lo había hecho ya en tu juventud, ayudado por esa España de salvapatrias.
En algo formasteis un buen matrimonio mi abuelo y tú: fue en los negocios. Construisteis aquella casa que hacía palidecer muchos palacios españoles, que dejaba sin aliento, y la llenasteis de señoritas con cofia, de Raimundo, el chofer, y de aquellos sillones de terciopelo que aún siguen allí. Pero aquella casa quitaba el aliento de alguna otra forma…
El lujo y la miseria iban de la mano: hiciste de tu casa un sitio de inhibiciones, subterfugios, miedo y picaresca, como la mayoría de los hogares españoles entonces. Tus hijos no se salvaron de la dominación de aquel carácter…menos aquella pequeña niña, dulce como un cordero, que enviaste a los 10 años a un internado en Salamanca.
Después, el fantasma de la tuberculosis coloreó por momentos vuestras vidas de estigma, pero no se hundió ningún barco de aquella sacudida, a pesar de lo vergonzante y dramático de aquello.

La generosidad en persona, diste tu vida por el bien de lo que creías justo, por el bien de tu familia. Fuiste una de esas reinas castellanas en la sombra. Jugaste bien tus cartas, pero perdiste la partida por esa mezcla de cobardía y discreción que siempre te ha caracterizado, a pesar de ser una mujer muy valiente.
Fuiste también humilde, pero no supiste inculcar el mismo sentido de la humildad a tus hijos. Ellos, acostumbrados a tu carácter desprendido y a un entorno de marcadas diferencias sociales, no supieron tener tu altura moral.

Si la decadencia de las familias se siembra siempre en su apogeo, los años 70 parecieron traer la prosperidad. Aquella casa se llenó de niños, de voces como ángeles que jugaban a disolver los resentimientos. Con 60 años sentiste que habías conseguido lo que te proponías, y así transcurrió la siguiente década.
Una noche de cruces de 1988 todo cambió. De forma prematura, bajo la tormenta de aquellos días, nacía un niño. Y si una nueva vida se abría a la luz, otra tocaba a su fin. A la mañana siguiente las campanas doblaban por el alma de mi abuelo.
Desde el principio estuvimos estrechamente unidos. Los días parecían no tener fin entonces y te dieron el don de la vida por segunda vez. Aprendimos el valor de ese aristocrático secretismo y a comer un poco de yema antes de hacer el bizcocho. Aprendimos qué se escondía debajo de las baldosas sueltas y el valor de un beso en la mano. Aprendimos que yo era más guapo que el Príncipe de Gales, y cuando nos dimos cuenta de que eso no era muy difícil, aprendimos que yo era más guapo que el Príncipe de Asturias. Aprendimos a leer y a escribir con los limones del jardín. Aprendimos…y fue recíproco desde el principio.
Con los años, grabaste en tu última juventud aquel cariño sin límites que nos teníamos. Ese sentimiento exclusivo, esa complicidad, fue el fuego del herrero en lo más blando de tu alma, que quedó marcada contra la demencia y el desdén. Por mi parte, el cariño que siempre te tuve maduró en una lealtad que nunca se hubiese quebrado.
Al atardecer, llegada la última década de dos cifras, incluso aquellos que te odiaban reconocían en tus facciones sin arrugas el porte de una superviviente de dudosa permeabilidad, pero de indudable coraje.
Pero nada dura para siempre, y en los últimos años, esa luz potente, expresión paradójica de una dama de la mayor discreción, fue apagándose. La decadencia de aquello que habías intentado mantener unido duraba ya 10 años. Ahora ya no queda nada de ello, salvo tu sangre, demasiado pesada para seguir su camino.


Mañana por la mañana iré a verte y daremos nuestro último paseo. Primero me darás un beso en la mano, el último. Vas a levantarte con gran esfuerzo, por última vez, y cuando yo te sonría, tú me miraras y me preguntarás “cuándo va a acabarse esto”. Pero mañana yo no voy a contestarte.
Mirarás al suelo pensativa, y después dirás que esto es como la caída del Imperio romano. Has de contarme el último secreto en esa patética marcha. Después te veré partir en un coche, llevándote como un potro de tortura esa parte de mi mundo que recuperaré dentro de mucho tiempo el día en que muera. He de llevar hasta entonces el testigo, y todo lo que yo pueda decir a partir de mañana a mediodía, formará parte de la leyenda.
Un día de este año, puede que el Sol caliente, recibiremos una llamada. Aquella Iglesia que acogió mi bautismo cerrará la puerta de tu sepulcro con un “a muertos” que no escuchará la ciudad de Plasencia. La mañana será discreta y algo lacónica, y entonces, oiremos entre los bajos pésames en esa cama arenosa, los susurros de una historia de sábanas blancas y brisa suave.