martes, 23 de junio de 2009

Bochorno (I)

Fui al estante y abrí un bisturí estéril (single use, claro). Acerqué los ojos a la hoja biselada, que tenía un tono más mate, y mi alma pudo oír el resonar del aire contra aquel blanco acantilado. La punta del bisturí era tan fina, que aún aumentada la hoja al tamaño del Everest, su cima hubiese sido más delgada que un hilo de seda.
En el cuarto de baño me apoyé sobre el lavabo. Rastreé el olor del metal limpio y acerqué la hoja a mi muñeca derecha. Escogí una vena por la que comenzar.
Al principio, no sentí nada. Lo levanté un momento. Después, con un poco más de determinación, disfruté de aquel beso irrepetible. Primero, el roce de un alfiler, y un chillido cítrico que se iba haciendo más y más intenso, una sensación ácida y vibrante como una descarga eléctrica. Después, cuando el sabor iba perdiendo fuerza, pude notar el frío al cortar la grasa, barrido por la sangre en dirección a todas partes, y los hematíes estrellándose contra aquella barricada hecha de tela de araña. Entonces, sonó mi móvil recordándome que llegaba tarde a la manifestación.

En el garaje, el coche necesitaba un lavado urgente. Cogí una camiseta vieja y la pasé por el cristal. Después accioné el limpia y volví a repetir la operación.
El tubo de escape se llama así por alguna razón. Por eso mismo, quitaron los tubos de escape de Alcatraz y de otras prisiones célebres. En mi caso, no habiendo sido condenado por ningún jurado, podía hacer uso de los tubos de escape cuando gustase, y así fue. Pensé que era triste que después de todo yo pudiese conducir y mi abuela no, y que debido a ello, yo fuese a marcharme antes que ella, si bien es cierto, con el único pecado inconfesable después de cometido.
Apagué el móvil. Las autoridades dicen que son peligrosas las distracciones al volante. Pero entonces, comenzó a llover y era la vieja supervivencia que me sacó de allí por las orejas. Y yo con un puchero, quité de aquel túnel luminoso la camiseta vieja.

Cuando desperté al día siguiente, había vuelto a nacer. Y podía oír esa candidez de las salas de maternidad. Saboreé las uñas de mis pies y la sal de mis puños, sembré de saliva mi piel de niebla y algodón. Y luego me palpé las suturas y juré no volver a jugar a los ángeles ni a esculpir mi propia obra de arte. Y mientras el grifo de la bañera goteaba, alcancé con las yemas agarbanzadas de los dedos una verdad de la que no me he desprendido jamás. Cuando aquellos acontecimientos salpicaron mi biografía, no había nadie a mi lado. Nacemos solos y morimos solos, y son desconocidos los que nos rozan; nos abrigan y lastiman, y nos hacen creer que el mundo sigue girando en nuestra ausencia. Nos besan y apuñalan, creyendo ver en el cristal de nuestras miradas, el reflejo de su propia soledad.

miércoles, 3 de junio de 2009

Los bocetos


La primera vez que me ocurrió estaba en primero de carrera. Íbamos a escaparnos con el coche a un bosque de la provincia de Salamanca. Era un juego muy interesante: nos dejábamos pistas todos los días, y hasta mapas. Después del examen de embriología eligió el destino, y yo acepté. Unos días más tarde, con las cosas ya preparadas todo se desvaneció. Aquello, sencillamente, había sido un producto de mi imaginación, un juego mucho menos interesante de lo que yo había creído. Fui dándome cuenta gradualmente, por suerte para mi integridad física. Así, fui hallando las claves, esta vez entre la niebla, como se buscan los niños en una piscina de bolas. Cuando junté las piezas, no tuve más remedio que aceptar que aquello había sido el extraño deporte de un alma sádica o indecisa.
Por alguna razón, quien me dibujó, no se molestó en acabarme el alma, y me desterró al cajón de los bocetos, donde convivo con dibujos de la más placentera simpleza. Ellos no pueden ver mi ego cubista, ni el contraste de rojos y negros en la intimidad de mis pensamientos. No ven las formas vaporosas, ni los azules y verdes bajo la piel, pero disfrutan con la elegancia de mis líneas y mi sonrisa concluyente.
Por eso, con frecuencia me dibujo a mi mismo, en un intento de saber quién soy. Mis autorretratos, horrorizados por la verdad de sus miradas, salen huyendo para inmolarse en brasas rutilantes del tipo de “¡Lo haces tan bien que es como si fuese una fotografía!”.
El otro día, después de recibir la llamada de un ángel sin alas que conozco desde hace tiempo, estaba retratando dos desconocidos. Las miradas se deseaban con miedo y con pasión en el sentido más etimológico de la palabra, y era difícil no ver en sus labios el ámbar y el paño, el siguiente salto.
Esa noche, con el retrato aún inacabado, me desperté del vago sueño de las doce. Me incorporé en la cama y exclamé: ¡Ahora lo entiendo todo! Cubierto de sudor y ansioso, me quite la ropa, que me agobiaba, y corrí en busca de aquel cigarro que reservaba para el día dos. El pulso me temblaba y no fui capaz de encenderlo. La respiración se me aceleraba y noté un familiar hormigueo en pies y manos.
Había vuelto a ocurrir, y me di cuenta tan súbitamente, que sólo me salvó del naufragio la rutina que me imponía el examen de farmacología. Aquello, sencillamente, había sido un producto de mi imaginación, y cuando fui a ver el retrato inacabado para desterrarlo al cajón de los bocetos, las sonrisas se habían vuelto concluyentes y las miradas de cristal.