sábado, 12 de diciembre de 2009

Bochorno (V)

Cierto que mi situación entonces no era muy halagüeña: la soledad que me habían tallado los aires de aquella primavera de 2009 se había coronado con la noticia de mi esterilidad; pero a pesar de ello, la rutina parecía querer nutrir la savia de mi existencia con la luz de los días. Caía en la ciudad una nieve suave y caliente que coagulaba el aire en una mañana perpetua, en un merengue que templaba los agudos y metálicos rayos del creciente sol.
Era el largo transcurrir el que iba vaciándome el abdomen, y yo era el callejón sin salida de una estirpe de mujeres orgullosas y hombres de honor. Era el largo transcurrir, sí, el que subía y bajaba por mi geografía como los amares que estaban por venir, mordiendo de mi esqueleto los restos muertos con sus dientes de sal. Era una concha vacía, un vagar por las playas del destino, por las manos del destino, por los collares del destino.

En un nido abandonado frente a mi ventana uno de los pollos era aún joven para volar. Quizá una estela de migas de pan, flotando a través del aire blando, pudiese llevarle planeando hasta la puerta de mi patio. A la mañana siguiente, Sanfran me miraba sobre el suelo, con la boca abierta en actitud de manifiesta exigencia. Su despotismo infantil alimentaba mi ternura y puesto que ambos nos habíamos visto privados de aquella relación paternofilial, acordamos que yo sería su padre y él mi hijo mientras ninguno de los dos pudiésemos volar.
Alimenté a Sanfran con migas de pan durante una semana. Pero al séptimo día, me lo encontré muerto, clavado en una posición tan ridícula que no pude reprimir una carcajada. Esa noche dispuse el funeral al estilo cajun de La Nouvelle Orléans. La madrugada me sorprendió lejos de allí, desdoblado en la catarsis, salpicado de sangre y plumas, bailando como un diablo a la luz de una luna radiada en rojo. Espectadores de cera de distintas alturas y colores alumbraban el patio proyectando sombras maníacas sobre la cal, máscaras de vida y muerte a orillas del Mississippi.
Siempre pensé que una samba contenía el secreto de las ecuaciones por descubrir y que llovía como el río, de la montaña al mar, para asegurarnos una forma de inmortalidad sembrada en la selva del eterno virar. Años atrás, Laura me sonreía lasciva apoyada en el marco de la puerta de su habitación mientras destapaba el secreto sentido de aquellas canciones, el latido lenguaje del país amazónico donde su novio la esperaba a su regresso. Y la mañana siguiente al funeral de Sanfran, yo limpiaba a conciencia las manchas de sangre y cera a ritmo de samba, y barría el algodón que había estado nevado durante días, el vellón blanco de la primavera senescente.
…La ciudad estaba inundada de una salsa densa y delicada…

Era algo necesario que encontrase una forma de llenar aquel vacío infértil. Me sentía ingrávido como si fuese la cáscara de mí mismo. Por eso, decidí volver al candomblé.
La primera vez me había llegado allí en busca de algo que no podía comprender, por despecho, como casi todos. Ahora volvía a verla, un poco más joven que la última vez, menos marina, como lubrificada por la creciente ola de aceite que hacía que las manillas de los relojes de toda la ciudad rotasen centésimas de segundo más tarde. Cuando se abrió la puerta, los goznes susurraron Berenice.
Crucé la entrada de aquel piso viejo, segundo sin ascensor, como de barro. Y mientras hablábamos, el acento caribeño de aquella bruja yoruba cocinaba las palabras y su piel se iba haciendo progresivamente más tersa: Pero… mi hijo… lo que tú me demandas, no se hace ni con todas las riquezas del mundo… Esto, mi hijito… requiere la actuación de los que viven arriba, de los jueces blancos, si tú de verdad quieres…
Lo supe por su aspecto. Sin duda, había estado devorando almas.

La habitación estaba llena de imágenes antropomorfas y guirnaldas de flores. Las canas habían desaparecido del pelo de Berenice y su piel era ya la de una niña. Me tumbé a lo largo de la mesa astillada. Buscaba mi sangre virgen a través de un corte en la espina ilíaca izquierda. Luego, durante una hora soporté rituales que subyugaban mis sentidos con especias extranjeras de intensos colores y ardiente perfume. Lo deseo, lo deseo con todas mis fuerzas, repetía yo como presionando, al repetirlo, mis despojos hacia la libertad. Lo deseo… Y mientras se balanceaba sobre mí, yo empujaba hacia arriba con mayor y mayor violencia, incorporándome sobre los codos, entre jadeos, entre sus piernas… Cuando se hubo condensado el humo, entraron en la habitación los santos, entraron las bestias, entraron los brujos procesionando fetiches, vibrando los crótalos, llorando y gritando desde el otro mundo. Llenaban el aire buceando en las espirales que el humo trazaba, a veces rápidas, mecidas por el viento que producía el choque de nuestros cuerpos, a veces lentas, como en islas del tiempo de ese vago mar de donde ella venía.
Los sonidos cosecharon la escena. Unos hombres de oscura piel se arrojaron sobre nosotros y me ataron brazos y piernas mientras terminábamos.
Al llegar a casa reuní todos los ingredientes según la receta que ella me había dado: café, pétalos de rosa, canela en rama y ron… combinados en cierta proporción podían alimentar la única ambición que yo albergaba. Comprendí lo muerto que había estado cuando el ron me escoció en un corte que tenía desde hacía pocos días sobre la espina ilíaca izquierda. De pie en la bañera, frente al espejo, deslicé mis manos por la vieja superficie de mi piel, cepillando la madera miel. El café se deshacía en los senos, el ron goteaba de los cabos. Parecían mis manos las nubes, cargadas de rosa y canela, envolviendo los montes en una tarde de bochorno. Cuando después de unas horas rompí la superficie del agua, arrastrando los petálos y las ramas que flotaban, la cascada que se precipito desde mis alturas anunció el nacimiento de una nueva era.