domingo, 30 de agosto de 2009

Bochorno (III)



Cuando me desperté sentí la ansiedad mordiéndome el alma. Negra, brillante, chirriante, como las vías del tren. Avivada por el alcohol no me había dejado dormir más que unos minutos entre las siete y las diez. Me levanté y sorteé los restos de basura de mi habitación para ir directo a la bañera.

La tarde anterior estaba exprimiendo limones en la cocina. El suelo y la encimera se llenaron de azúcar y ron, de huellas negras y papel mojado. Podía preparar toda esa cantidad mojitos en cinco minutos, ninguna proeza para mí; pero lo que no podía era figurarme cómo iba a romper el hielo para hacerme un buen sex on the beach. Supongo que formaba parte del consentimiento informado no escrito y no firmado de todas las fiestas que no podían ser llamadas inocentes.

Por la mañana, en la bañera, contaba el tiempo a ritmo de goteo mientras me bebía una tónica. En algún momento estuve definitivamente despierto y salí del baño dejando huellas de perro sobre el parquet del pasillo. Las copas se amontonaban por el suelo de la cocina y en el patio de luces junto a las cucarachas moribundas y las velas consumidas; sobre la alfombra y bajo la sombrilla, en los rincones...derramando granadina como un asesinato, para dibujar sobre la loza murales abstractos o claves de adivinación.

Después de aquella noche me apoyé en la cama. Una sensación agridulce me oprimía el esternón, y tenía de dulce lo que tiene el desamor de fermentado a cierta edad. Por eso me felicitaba a las cinco de la mañana cuando la ansiedad comenzó a devorarme, a tensarme como las cuerdas de un violín diabólico, como un potro de tortura. Salí a dar un paseo.

Al llegar a la cocina la humedad de los pies se mezcló con los restos secos de azúcar y ron. Me pregunté por qué era incapaz de preparar toda esa cantidad de mojitos en cinco minutos sin tirar fuera la mitad del material. Recogí las copas y las metí en el lavaplatos. Tiré lo que había sobrado de los combinados y el agua de las cubiteras. La basura estaba llena de cáscaras de lima, grosellas y paipais descoloridos.

Una hora después estaba en la ribera. Fumamos y hablamos, y fue diferente a todas las otras veces. Hicimos un trato. Luego nos despedimos y yo me quedé con el bochorno. Días después recibí un folio escrito con números de aquel mismo agridulce.

No importaba el vuelo de qué insecto sobre qué fruto la despertase aquella noche sobre la cabecera de mi cama. En el momento en que renuncié a ti, probé la persistencia de la memoria derritiéndose en el páramo de mi oscura personalidad. Ese era el trato.

Cuando volví del río nos imaginé a los tres probándonos. No en vano, me había pasado toda la noche haciendo combinados de más de dos ingredientes. Lo deseé de una forma morbosa. La idea no hacía que se me pusiese dura, era algo mucho más sutil. Una forma de amor caliente y mojado, un conocimiento exótico y perverso en el que nuestros rasgos se fundían y confundían.

Y así, después de volver de Hollywood, aprendí más sobre las estrellas: que la niebla del alba puede ocultar los astros más brillantes, que el bochorno es capaz de desordenar las firmes constelaciones. Como rezan los guionistas: no importa lo pronto, las estrellas deben abandonar la fiesta antes de que ésta termine; no importa el deseo, en caso de tres es mejor ser la estrella invitada.

1 comentario:

Ray Haller dijo...

Una sensación agridulce me oprimía el esternón, y tenía de dulce lo que tiene el desamor de fermentado a cierta edad --
: )

Es muy bueno. Y no siento saber que lo basas en cosas de verdad. Sigue siendo muy bueno. Aunque te doliese, lo envidio
--

Una forma de amor caliente y mojado, un conocimiento exótico y perverso en el que nuestros rasgos se fundían y confundían.