miércoles, 3 de junio de 2009

Los bocetos


La primera vez que me ocurrió estaba en primero de carrera. Íbamos a escaparnos con el coche a un bosque de la provincia de Salamanca. Era un juego muy interesante: nos dejábamos pistas todos los días, y hasta mapas. Después del examen de embriología eligió el destino, y yo acepté. Unos días más tarde, con las cosas ya preparadas todo se desvaneció. Aquello, sencillamente, había sido un producto de mi imaginación, un juego mucho menos interesante de lo que yo había creído. Fui dándome cuenta gradualmente, por suerte para mi integridad física. Así, fui hallando las claves, esta vez entre la niebla, como se buscan los niños en una piscina de bolas. Cuando junté las piezas, no tuve más remedio que aceptar que aquello había sido el extraño deporte de un alma sádica o indecisa.
Por alguna razón, quien me dibujó, no se molestó en acabarme el alma, y me desterró al cajón de los bocetos, donde convivo con dibujos de la más placentera simpleza. Ellos no pueden ver mi ego cubista, ni el contraste de rojos y negros en la intimidad de mis pensamientos. No ven las formas vaporosas, ni los azules y verdes bajo la piel, pero disfrutan con la elegancia de mis líneas y mi sonrisa concluyente.
Por eso, con frecuencia me dibujo a mi mismo, en un intento de saber quién soy. Mis autorretratos, horrorizados por la verdad de sus miradas, salen huyendo para inmolarse en brasas rutilantes del tipo de “¡Lo haces tan bien que es como si fuese una fotografía!”.
El otro día, después de recibir la llamada de un ángel sin alas que conozco desde hace tiempo, estaba retratando dos desconocidos. Las miradas se deseaban con miedo y con pasión en el sentido más etimológico de la palabra, y era difícil no ver en sus labios el ámbar y el paño, el siguiente salto.
Esa noche, con el retrato aún inacabado, me desperté del vago sueño de las doce. Me incorporé en la cama y exclamé: ¡Ahora lo entiendo todo! Cubierto de sudor y ansioso, me quite la ropa, que me agobiaba, y corrí en busca de aquel cigarro que reservaba para el día dos. El pulso me temblaba y no fui capaz de encenderlo. La respiración se me aceleraba y noté un familiar hormigueo en pies y manos.
Había vuelto a ocurrir, y me di cuenta tan súbitamente, que sólo me salvó del naufragio la rutina que me imponía el examen de farmacología. Aquello, sencillamente, había sido un producto de mi imaginación, y cuando fui a ver el retrato inacabado para desterrarlo al cajón de los bocetos, las sonrisas se habían vuelto concluyentes y las miradas de cristal.

1 comentario:

Ray Haller dijo...

¿Puedo decirte que es genial sin que te lo tomes a mal? En serio. Me ha gustado mucho-mucho. No es el tipo de frustración que se deja grabar en papel, frustración o desplome, o lo que sea cuando desaparece la esencia de un sentimiento. En general, cuando alguien lo intenta, acaba diseccionándola. Tú no. Por eso es tan bueno.