sábado, 8 de mayo de 2010

Vivir para olvidar

A veces me lo pregunto. A veces me pregunto si flotamos a la deriva en un mar oscuro, cubiertos por un palmo de niebla (que es el olvido), tan sólo alimentados por el sonido que producen las lenguas de agua sobre los cuerpos flotantes. Veo un montón de barriles sin nombre ni dueño, chocando unos contra otros de forma siniestra. Veo el salpicar sonoro de las aguas a su paso.

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La evolución ha hecho del hombre un ser poco preparado para la idea de su muerte, y mucho menos preparado para aceptar que su vida no tiene ningún sentido. El hombre orgulloso es por definición un mentiroso. Un ser mentiroso que cree firmemente en la unicidad de su propia identidad, en la verdad de su libertad.
Yo en cambio he vivido cientos de vidas, batido por las ondas de placer y color que mueven la noche de este océano oscuro. He sido y soy. Quizás seré. Pero ninguno de los tres fue, es y será lo mismo.
Y esta noche recuerdo mis amores, cómo busqué el color en cada uno de ellos, y recuerdo los votos que brindé a mis muertos. Y francamente, me apena pensar que hoy no siento nada por lo que ayer hubiese tomado mi vida. Me apena pensar la forma en la que he manipulado mis propios sentimientos, y lo efectivo que he sido en todos los casos, demostrando así a la humanidad entera la falta de objeto de las emociones capitales y la facilidad con las que estas se proyectan sobre un destino tras otro, como las diapositivas en un muro de frío yeso.
Sí, he vivido cientos de vidas, y sería estúpido decir que fui yo algo más que un barril flotando a merced de las aguas. Si soy algo, ese algo es que floto: poco más que una suma extensa de cualidades constantes vinculadas con la flotación y un número infinito de cualidades variables vinculadas con el movimiento. En definitiva, he desplazado las promesas del amor y de la tumba, y cuando digo desplazado, quiero decir incumplido y olvidado. Si alguna vez temblé con la sola imagen del amor, ésta ha ido saltando de faz en faz, y hoy, día en el que mi abuela hubiese cumplido 95 años, pienso que mis recuerdos están perdiendo nitidez, y con ella, la intensidad de mis afectos.

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Desde su madurez visual a los 6 años, el hombre pierde varios conos retinianos cada día. Quizá flotando lleguemos a una isla de vivos colores, arenas luminosas y verdes palmeras, aguas turquesa y cielos de ensueño. Y quizá allí encontremos un reflejo olvidado de nosotros mismos, más joven y un poco más ágil, si es que vivimos para olvidar. Quizá, señores, quizá, pero yo no pienso quedarme a ver como los años me roban la sensibilidad de los colores, como la experiencia mitiga la pasión de mis inclinaciones, como el sonido del despertador amortigua la ambición de los rayos de nuestro sol.
(Y por eso voy a tatuarme en el cuerpo mi pasado, porque quizá un día en ese océano, o en la sala de curas de un centro para dementes y seniles, encuentren al lavarme una historia de dolor y placer sin sentido, una historia que no se vaya con el agua ni la sal, y pueda así prevenirles de la importancia de todos y cada uno de nosotros sobre este mundo. Cerremos ahora los ojos, y reconozcamos que sólo los sueños nos devuelven la nitidez de aquello que nunca podrán quitarnos, y que la memoria ya no puede devolvernos: nuestro pasado).

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