miércoles, 17 de febrero de 2010

Bochorno (VI)

Aquella tarde el cielo se detuvo. En el centro del centro las leyes de la física parecían entrar en un estado de excepción, como si el más audaz de los gusanos fuese a dar aquella tarde un golpe de estado.
Las nubes se arremolinaban como al borde del mundo y cobraban personalidad y forma:cortantes o sofisticadas, lascivas o estériles, mágicas o sólidas... Como en las buenas tomas del cine negro, un aura metálica impedía que los transeúntes se sintiesen intimidados por semejante amenaza. Compraban el periódico, reían en corrillos...era la calma antes de la tormenta. Sólo los cristales de sus gafas se percataban de las nubes desplazandose por el cielo azul...
A las 6 en punto de la tarde, con las campanadas del reloj de la torre, la corriente de agua descendía desde las alturas en una cortina ininterrumpida que cercenaba las alas de los pájaros y consumía todo aquello que había de vivo en el aire. En un alarde de soberbia temporal el chorro de agua había escapado a las agujas de la edad, e impactaba en el centro en el preciso momento en que se había lanzado desde las alturas.
Como animales, los sencillos habitantes de provincias se taparon con sus periódicos, resolvieron sus corrillos, y se lanzaron a sus cálidos agujeros. Allí, atrapado en el punto donde el máximo se hace mayor, donde potencia y acto no gravitan, llegó el chorro a la crucis, entre el cuello, la espalda y los brazos.
Las calles mayores estaban vacías, las avenidas desiertas. Extraordinario, pero de una forma casi imperceptible, la fuerte lluvia iba arrancando los colores de los ojos, al principio, en puntos muy pequeños sobre los adoquines, y después, de los mostradores y las vallas publicitarias...los vivos colores se desprendían como escaras muertas, bullendo en su camino hacia el río.
Cúlpenme si quieren por haber deseado esa sensación de extrema verdad, de ansiada libertad sobre la piel, al desprenderme de mi ropa diluida en el bochorno. La cartera marrón había dejado su impresión sobre la camiseta blanca, los vaqueros pesaban toneladas...mucho menos que una denuncia por escándalo público...pues allá iban ya el cuerpo de policía, las arcas, los bancos de atún, allá iba la Armada Invencible y el Queen Mary con toda su tripulación, a colarse por las trapas rebosantes de la ciudad dorada. Sólo las putas de la calle Pollo resistían el chaparrón con la esperanza de desprenderse de cierta suerte de maquillaje, deseosas de mostrar por primera vez en su vida, sus cuerpos desnudos al mundo.
Poco importaba. Poco importaba para un tipo al que sólo le quedaba la única cosa que la lluvia no puede arrancar. Seguí mis pasos, y de una vez por todas, a cada estación me revelaban el sentido de los raros sucesos que venían ocurriendo desde marzo...
Y en la última trapa de la ciudad, varada sobre sus fauces, un extraño rectángulo de papel: el agua sorteaba sus bordes produciendo un fuerte ruido de caída que arrastraba a las ballenas a la rosa de los vientos... semejante rectángulo... había encontrado el cero de todas esas fuerzas... quieto... nulo... impasible...
Aquel se me revelaba como la solución, el final del enigma, la respuesta a mis días de bochorno...tenía que conseguirlo, y lo más que podía arriesgar era la frígida vida...
Estiré el brazo...lo alcancé en el centro mismo del ciclón ...y cuando lo tuve entre mis manos...cuando lo tuve entre mis manos pude ver que era...tan solo...una carta de la baraja francesa.
FIN

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